Tres años de ChatGPT: auge, dudas y el giro hacia los datos personales

ChatGPT y la evolución de la inteligencia artificial

Hace apenas tres años, el 30 de noviembre de 2022, una sencilla ventana de chat en el navegador marcó un antes y un después. OpenAI decidió abrir al público un sistema capaz de mantener conversaciones sorprendentemente naturales y de responder a casi cualquier pregunta con soltura enciclopédica. Aquella herramienta, bautizada como ChatGPT, se convirtió en tiempo récord en el gran escaparate de la inteligencia artificial generativa.

Desde entonces, estos tres años de ChatGPT han cambiado el discurso tecnológico, han alimentado expectativas desorbitadas y han encendido alertas sobre privacidad, salud mental y empleo. La emoción inicial ha dado paso a un escenario más complejo: la herramienta es omnipresente en la vida cotidiana, pero su impacto económico real y su modelo de negocio a largo plazo siguen rodeados de incertidumbre y tensiones regulatorias, especialmente en Europa.

Del asombro inicial a la burbuja de expectativas

Tres años de evolución de ChatGPT

Cuando se lanzó ChatGPT, muchos especialistas coincidieron en que el sistema era capaz de superar, al menos en la práctica, el viejo test de Turing: para un usuario sin referencias previas, resultaba muy difícil distinguir si estaba hablando con una persona o con una máquina. La sensación era que estábamos ante el comienzo de una nueva era tecnológica, y la reacción del público fue fulminante.

En cuestión de días, el chatbot de OpenAI batió todos los récords conocidos. En menos de una semana ya lo habían probado millones de personas y, en torno a los dos meses, acumulaba 100 millones de usuarios únicos mensuales, lo que lo convirtió en la aplicación de consumo de crecimiento más rápido de la historia. El fenómeno disparó titulares, inversiones y un entusiasmo que muchos analistas, tres años después, no dudan en describir como el germen de una burbuja de inteligencia artificial.

OpenAI, dirigida por Sam Altman, aprovechó esa ola para situarse en el centro de la conversación global. La compañía ha acabado valorada por encima de los 500.000 millones de dólares, superando a otras grandes tecnológicas privadas. Sin embargo, buena parte de esa valoración se apoya en expectativas futuras y en un volumen de inversión en infraestructura que, de momento, no se corresponde con unos beneficios estables.

En paralelo, la evolución técnica del sistema ha sido muy rápida. Del ChatGPT inicial basado en GPT-3.5 se pasó a GPT-4 y, más tarde, a un modelo plenamente multimodal como GPT-4o, que integra texto, voz y visión en tiempo real. Hoy la herramienta es capaz de analizar imágenes, mantener conversaciones habladas fluidas y apoyar tareas complejas de programación, redacción o análisis de datos, algo que hace apenas un lustro sonaba a ciencia ficción.

Todo ese despliegue ha venido acompañado de un relato casi épico sobre el potencial transformador de la IA generativa. Pero con el paso del tiempo, esa épica ha chocado con la realidad de las empresas y los usuarios, que no siempre encuentran un retorno claro para tanto despliegue tecnológico ni una mejora proporcional de la productividad.

Adopción masiva en el día a día, tropiezos en la empresa

Uso cotidiano y profesional de ChatGPT

Uno de los rasgos más llamativos de estos tres años es el contraste entre el uso personal y el uso corporativo de ChatGPT. A nivel individual, la herramienta se ha convertido en una especie de copiloto cotidiano: ayuda a estudiar, a redactar textos, a preparar presentaciones, a programar o, sencillamente, a ordenar ideas y planificar el día.

Muchos usuarios en España y en el resto de Europa lo utilizan como apoyo educativo y profesional. Estudiantes que piden explicaciones adaptadas a su nivel o simulacros de examen; trabajadores que le preguntan cómo estructurar un informe, traducir un correo complejo o revisar un contrato; perfiles creativos que lo emplean como punto de partida para guiones, campañas o contenidos. Para una parte de la población, consultar a ChatGPT ya es tan habitual como buscar en Google.

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En el terreno empresarial, sin embargo, la foto es bastante distinta. Pese a la avalancha de pilotos y pruebas de concepto, muchos proyectos no han pasado de esa fase. Distintos análisis, como los desarrollados por universidades y consultoras internacionales, apuntan a que la mayoría de iniciativas corporativas con IA generativa no están generando retornos claros. Se invierte en licencias, integración y consultoría, pero los beneficios económicos concretos son difíciles de demostrar.

En Estados Unidos, los datos de la Oficina del Censo muestran que la adopción de sistemas de IA en empresas de más de 250 empleados ha dejado de crecer con la fuerza inicial, e incluso ha registrado ligeros descensos frente a los máximos de 2023 y 2024. Otros estudios estiman que el uso de la IA generativa entre particulares también se ha estabilizado o ha bajado algunos puntos desde sus picos históricos, reflejando un cierto enfriamiento tras la fiebre inicial.

Estas señales encajan con el llamado “abismo de la desilusión” descrito por la consultora Gartner, una fase en la que se desinflan las promesas infladas de una tecnología y el mercado empieza a separar lo realmente útil del simple hype. Para muchos directivos, explicar ante el consejo de administración por qué se ha gastado una media de casi dos millones de dólares en iniciativas de IA generativa sin resultados contundentes se ha convertido en un ejercicio incómodo.

Productividad, empleo y la sombra de la burbuja

El debate sobre el impacto real de ChatGPT en la economía se ha ido afinando con el tiempo. Al principio, abundaban las predicciones catastrofistas sobre la destrucción masiva de empleo y la sustitución rápida de millones de trabajadores cualificados por modelos de lenguaje. Tres años después, las cifras invitan a matizar ese alarmismo.

Economistas de referencia han calculado que, a medio plazo, la IA generativa podría aportar menos de un punto porcentual al crecimiento de la productividad global. En cuanto al mercado laboral, los análisis más prudentes estiman que solo una fracción relativamente pequeña de los puestos en países desarrollados corre riesgo real de automatización directa, aunque sí se están viendo ajustes en sectores concretos, con despidos y reestructuraciones en grandes tecnológicas.

Eso no significa que el impacto sea menor, sino distinto al que algunos imaginaban. La IA no está expulsando al ser humano del proceso de trabajo, sino reconfigurando tareas y responsabilidades. Muchas funciones se automatizan parcialmente, pero casi siempre se requiere supervisión, validación o adaptación humana. En la práctica, el escenario más común es el de trabajadores apoyados por IA, no el de sistemas que operan por completo en solitario.

El problema es que esta transición se produce en un contexto financiero muy cargado. El auge de ChatGPT ha contribuido a disparar las valoraciones de compañías que fabrican chips, infraestructuras y software de IA. El ejemplo paradigmático es el de los gigantes de los semiconductores, cuyas acciones se han multiplicado varias veces desde finales de 2022. Para algunos analistas, esto es síntoma de una posible burbuja de inversión que solo se sostendrá si, efectivamente, surgen usos rentables a gran escala.

La propia OpenAI ilustra bien esa tensión: la empresa ha anunciado compromisos de gasto colosales -se habla de más de un billón de dólares en capacidad de computación de aquí a 2030- mientras busca fórmulas para que su negocio sea sostenible. El salto a la fabricación de chips específicos junto a compañías como Broadcom responde precisamente a la necesidad de asegurar el suministro y controlar los costes de una infraestructura cada vez más cara.

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Privacidad, datos íntimos y salud mental

Más allá de la parte económica, uno de los debates más delicados de estos tres años gira en torno a la privacidad y a la relación emocional que los usuarios establecen con ChatGPT. Lo que empezó como una herramienta de consulta se ha convertido para muchas personas en un interlocutor casi permanente: alguien al que se le cuenta el día, se le pide consejo personal o se le confían dudas íntimas.

Expertos en tecnología y ética señalan que, en la práctica, el historial de conversaciones con una IA revela mucho más sobre una persona que su simple actividad de búsqueda en la web. Preferencias, miedos, relaciones, salud, finanzas… Todo queda registrado en interacciones que, aunque se presenten como privadas, forman parte de un ecosistema de datos de enorme valor comercial.

A esto se suma la aparición de funciones y productos con un componente emocional explícito. OpenAI y otras compañías exploran ya opciones de interacción más personalizadas, incluso en contextos románticos o eróticos, y se plantean herramientas que actúen como mentores, coaches o acompañantes emocionales. Esta deriva preocupa a psicólogos y reguladores, que observan un riesgo creciente de dependencia y de impacto en la salud mental, especialmente en usuarios jóvenes o vulnerables.

Periodistas especializados, como Karen Hao, advierten de una triple combinación complicada: vulneración potencial de la privacidad, conflictos de propiedad intelectual por el uso de obras protegidas para entrenar modelos, y una creciente ola de problemas de salud mental asociados al uso intensivo de estos sistemas. En Europa, organismos reguladores y legisladores han empezado a reaccionar con normas más estrictas, en línea con el Reglamento de IA y otras iniciativas en materia de protección de datos.

Cuando se cruzan estas advertencias con el comportamiento real de los usuarios, la preocupación se acentúa. No hablamos ya solo de consultas puntuales, sino de personas que recurren a ChatGPT para cuestiones sensibles: desde recomendaciones médicas o alimenticias hasta decisiones de pareja o de carrera profesional, pasando por conversaciones sobre estados de ánimo complejos. El riesgo de delegar en una IA la gestión emocional o de salud, sin contextos claros ni supervisión, es algo que las autoridades europeas miran con creciente atención.

El giro hacia los anuncios y el negocio de los datos

La gran incógnita tras estos tres años de ChatGPT es cómo va a sostenerse económicamente un servicio que consume cantidades ingentes de energía y cómputo. Hasta ahora, el modelo ha combinado planes de suscripción de pago con acuerdos empresariales, pero todo apunta a que no será suficiente para cubrir las inversiones previstas y la expansión de la infraestructura.

Ante este panorama, crece la sospecha de que OpenAI podría seguir el camino ya trazado por las grandes plataformas de internet: publicidad personalizada y explotación de datos de usuario. El propio Sam Altman ha pasado, en poco tiempo, de declarar que “odiaba” los anuncios y que la publicidad sería el último recurso, a admitir públicamente que ve potencial en formatos publicitarios inspirados en modelos como el de Instagram y que le gustaría explorar esta vía.

La empresa ya ha comenzado a probar funciones que se prestan a esa monetización basada en el comportamiento. Entre ellas destacan la integración de asistentes de compra directamente en ChatGPT, un navegador propio -ChatGPT Atlas- pensado para que la IA gestione la búsqueda de información desde el origen, y proyectos de redes sociales donde el contenido es mayoritariamente sintético. Todas estas iniciativas crean nuevos espacios en los que insertar productos y anuncios contextuales.

Además, OpenAI lleva años utilizando los datos de interacción de los usuarios para entrenar nuevas generaciones de modelos, que luego comercializa a través de suscripciones o APIs. La polémica por el uso de contenidos con copyright sin autorización explícita ha desembocado en demandas y presiones legales, especialmente relevantes en la Unión Europea, donde la normativa en materia de derechos de autor y protección de datos es más estricta.

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Varios expertos señalan que, si se confirma este viraje hacia un modelo publicitario apoyado en un conocimiento profundo del usuario, estaríamos a punto de repetir -y posiblemente amplificar- los errores cometidos con las redes sociales: sistemas diseñados para maximizar la captura de atención y de información personal, pero ahora con la diferencia de que la interacción no se limita a “me gusta” o comentarios, sino a conversaciones largas, íntimas y continuas con una máquina.

Tres años que han reordenado el mapa de la IA

El impacto de ChatGPT no puede entenderse sin observar cómo ha obligado a reaccionar al resto del sector tecnológico. En poco tiempo han surgido o se han consolidado alternativas como Gemini (Google), Claude, Perplexity, Grok, Microsoft Copilot o Meta AI, además de proyectos europeos como Le Chat de Mistral AI o propuestas chinas como DeepSeek. La competencia ya no se libra solo en el mejor modelo, sino en quién controla la relación con el usuario y la infraestructura subyacente.

Las grandes tecnológicas han reorientado sus estrategias para situar la IA generativa en el centro de sus productos. Desde el navegador hasta el móvil, pasando por el correo o las plataformas de productividad, todo empieza a girar alrededor de asistentes capaces de entender lenguaje natural y actuar en distintos contextos. Fabricantes de smartphones como Samsung, Google, Apple, Xiaomi, Oppo, Honor o OnePlus integran cada vez más funciones basadas en modelos similares a ChatGPT para editar fotos, resumir documentos o responder mensajes, incluso opciones para reemplazar a Siri.

En España y en el resto de Europa, esta ola ha llegado con particular intensidad al comercio electrónico y al marketing digital. Un estudio reciente señalaba que alrededor de dos tercios de los usuarios han recurrido a chatbots de IA para informarse antes de una compra, y que casi la mitad confía más en estas recomendaciones que en las de amigos o familiares. Esto está cambiando la forma en que se diseña la experiencia de cliente y la publicidad online.

Por otro lado, el auge de modelos de código abierto y de herramientas europeas está dando lugar a un ecosistema más diverso. Empresas del continente exploran soluciones que permitan aprovechar las ventajas de la IA manteniendo un mayor control sobre los datos y la soberanía tecnológica, algo especialmente relevante bajo el paraguas del Reglamento de IA de la UE y de normas como el RGPD.

Este nuevo mapa no elimina la posición dominante de OpenAI, pero sí la matiza. Tres años después, ChatGPT ya no es la única puerta de entrada a la inteligencia artificial generativa. Es, más bien, el catalizador que obligó a toda la industria -incluida la europea- a acelerar su hoja de ruta y a replantear qué significa competir en un entorno donde el acceso a modelos avanzados se ha democratizado.

Tras este intenso trienio, ChatGPT encarna a la vez el vértigo y las contradicciones de la revolución de la IA: una tecnología que ha logrado colarse en el día a día de millones de personas, que ha disparado valoraciones y expectativas y que ha abierto debates incómodos sobre privacidad, salud mental y poder corporativo. Lo que ocurra a partir de ahora dependerá, en buena medida, de si sociedad, reguladores y empresas son capaces de traducir ese potencial en usos útiles y sostenibles sin convertir de nuevo nuestros datos más íntimos en la moneda con la que se paga el futuro.

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